abril 28, 2025 10:38 am
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EL CASO DE LOS BEBÉS ABANDONADOS

Crónicas Policíacas

Por: Rene Martinez G.

Un domingo por la tarde, lo recuerdo bien.

Yo vivía en ciudad Guadalupe, Nuevo León, en una colonia muy próxima a lo que entonces eran los límites de la ciudad, en la década de 1990, y para dirigirme el centro de la ciudad de Monterrey donde estaban las oficinas del periódico donde trabajaba, tenía que abordar un camión de la ruta número 131, el cual demoraba mucho tiempo en pasar, a veces casi una hora.

A poca distancia de la casa se hallaba situada la delegación municipal de Policía y cerca de ella el Palacio de Justicia del estado delegación de ciudad Guadalupe.

El camión pasaba por el lugar en su trayectoria y como no estaba lejos de casa, poco a poco tomé la costumbre de caminar hacia la delegación de Policía Municipal, y revisar la actividad que tenían durante las últimas horas, ya que ningún periodista hacía esto.

Acudían al lugar solamente cuando había ocurrido un crimen dentro del área del Municipio y se dirigían entonces a la delegación de la, entonces llamada, Policía Judicial del Estado a solicitar la información oficial correspondiente.

Ahí el comandante en turno, les daba la información que él quería, con el pretexto de «No perjudicar las investigaciones o alertar algún delincuente por revelar ciertos datos».

Tampoco se les permitía a los periodistas hablar con los testigos de algún hecho delictuoso, fuera lo que fuera, instruyéndolos el propio comandante de que el dar datos a los comunicadores de cualquier medio les podría atraer problemas hasta legales.

Así a la llegada de los periodistas a tratar de realizar alguna investigación se hallaban frente a un total hermetismo de los testigos presenciales de los hechos.

Yo no les pedía informes a estos agentes. Me gustaba acudir al lugar donde ocurría el delito y realizar mis propias indagatorias que muchas veces contradecían a los informes oficiales de la Policía Judicial.

Esto enfurecía a algunos comandantes, pero mientras yo publicase con apego a la verdad y las evidencias de cada caso, no me molestaban en absoluto, solo a veces me pedían que guardase la secrecía con algunos datos para no entorpecer sus acciones y otras veces me pedían compartir la información que yo tenía para poder hacer su trabajo, lo cual me daba risa.  ¿Yo? ¿Informante de la policía? eso quisieran!

¡Claro que no, hagan su trabajo! era mi respuesta.

Esa tarde, estaba en la barandilla de acceso a celdas de la policía uniformada de ciudad Guadalupe preguntando por lo ocurrido dentro de su actividad al oficial responsable si había algún detenido que ocupara mi atención como para elaborar una noticia.

Me encontraba en esa labor, cuando de la central de radio de la corporación requirieron mi presencia. Intrigado por el poco usual hecho, ya que la información que ocupaba yo, acostumbraba recolectarla en la barandilla, dirigí mis pasos hacia el lugar y me señalaron a un oficial de policía de otra corporación que preguntaba por mí.

Me identifiqué con el policía desconocido quien traía mi nombre, y amablemente me preguntó si lo podía acompañar ya que el comandante en turno del municipio de Apodaca quería hablar conmigo.

El oficial no sabía la razón, únicamente cumplía con las órdenes que le dieron, que era buscarme y pedirme que lo acompañara a bordo de una patrulla del vecino municipio que se hallaba estacionada frente al edificio de la corporación.

Eso me intrigó más, pero decidí acompañarlo pues ya había recabado en la comandancia de ciudad Guadalupe las pocas noticias que había.

La colonia «Cañada Blanca» se halla situada parte en ciudad Guadalupe y parte en Apodaca, así que la vigilancia compete a las dos corporaciones.

Hacia allá nos dirigimos, según me dijo el oficial de policía, pero sin mencionar el motivo solo que era requerida mi presencia por «La superioridad».

Pero se negaba a hablar sobre el motivo de esta solicitud que yo presupuse que era noticioso, pues no tenía amigos entre los oficiales de policía de ese municipio.

Llegamos a la colonia en el lado más apartado de la ciudad y que se hallaba más solitario.

Frente a una de las casuchas de madera y cartón, que consistía en un solo cuarto sobre un pequeño terreno baldío se hallaba otra patrulla con dos oficiales a bordo esperando nuestra llegada.

Al llegar al sitio, bajé de la patrulla y me dirigí a los dos oficiales que estaban a bordo de la otra patrulla esperando mi llegada y les pregunté para qué había sido requerida mi presencia.

Los dos callaron. Mientras uno de ellos señalaba el pequeño cuarto de madera de apenas cuatro por tres metros aproximadamente cubierto con un destartalado techo hecho con trozos de fieltro y plástico.

La casa estaba rodeada por una cerca de madera y una puerta de rejas del mismo material que casi se caía de lo maltratada vieja y podrida que se hallaba.

Observé la casucha. No podía apreciar nada anormal, desde la patrulla uno de los policías me hacía señas de que me acercara a la casa.

Mientras aferraba mi cámara fotográfica con una mano, con la otra empujé suavemente la puerta que se abrió ante el contacto y leve empujón, y me decidí a entrar.

Me aproximé al cuartucho que tenía una ventana en un lado de la puerta antes de tomar otra medida y el cuadro que pude ver me estremeció profundamente.

Dentro del lugar había una pequeña mesa de madera muy vieja y una silla como únicos muebles.

Pero sobre el piso cubierto de excremento humano fresco, estaban desnudos tres bebés. Uno de algunos meses de nacido, otro de alrededor de poco más de un año, y el otro de más de dos años.

Lo que hacía más estremecedor el cuadro, es que a poca distancia de ellos había tirada una bolsa de arroz crudo rasgada, el mayor de los bebés intentaba dar granitos de arroz al recién nacido para que comiera y poder acallar su llanto.

Profundamente estremecido por lo que veía, traté de pensar lo más rápido que pude lo que ocurría. Los policías uniformados no iban a entrar. Instruidos ellos, por cursos recibidos o por sus superiores, sabían que la casa era propiedad privada y sin permiso del propietario no podían entrar, bajo la pena de incurrir en el delito de allanamiento de morada lo cual significaba perder su trabajo.

El abrir la puerta de la casa significaba hasta daño en propiedad ajena, violación de privacidad y tal vez otros delitos cometidos por funcionarios públicos.

Por eso no querían entrar. Sabían que eso era arriesgar su trabajo, y por eso solicitaron mi presencia en el lugar para buscar otra solución a la situación.

Dirigí mi vista hacia el lugar fuera de la propiedad donde se habían estacionado las patrullas y pude ver el momento en que llegaba una ambulancia de la Cruz Verde Municipal con personal médico.

Y en ese momento actué, me retiré un poco de la puerta a la cual dirigí una patada con toda mi fuerza para verla abrirse violentamente pues era de madera muy vieja.

Primero que nada, tomé varias gráficas del inhumano cuadro que veía. Luego colgué mi cámara al hombro y tomé en las manos al menor de los bebés y salí corriendo llevándolo cargado con dirección a la ambulancia.

Se abrió una de las puertas de la unidad de emergencia y salió corriendo una enfermera que me arrebató al bebé de las manos cuando salí de la casa al momento en que yo les gritaba: ¡Hay dos más! ¡Esperen, no se vayan!

Regresé corriendo hasta el interior de la casa y cargué al segundo bebé, lo saqué a la calle para entregarlo al personal de la ambulancia y luego regresé por el tercero para hacer lo mismo.

En una llave de agua que estaba al frente de la casa, lavé mis manos y las sequé rápidamente sobre la ropa que llevaba puesta, para tomar de nuevo la cámara y acercarme a la ambulancia.

Con sábanas limpias y utilizando botellas de suero, las enfermeras aseaban a los bebés mientras que otra preparaba con prisa alimento en biberones y un médico procedía a auscultar a cada uno para apreciar su estado de salud.

Me sentí más tranquilo, cuando vi que la ambulancia se alejaba lentamente con su inusual carga a bordo.

Procedí a tomar algunas imágenes panorámicas de la destartalada casa de madera vieja y de aspectos de la colonia, mientras los oficiales esperaban pacientemente a que terminase mi trabajo.

Todos guardamos silencio mientras abordaba la unidad policiaca que me llevaba de regreso a ciudad Guadalupe a continuar con mi trabajo recabando información para el periódico.

Yo seguía conmocionado, la imagen de los niños sobre el piso cubierto de sus propios excrementos, no podía olvidarlas ni el momento cuando el mayor intentaba darle de comer granos de arroz crudos al bebé que lloraba.

Al mismo tiempo meditaba sobre la situación periodística del caso.

Imposible tener los nombres de los bebés, y los nombres de los policías eran impublicables para no implicarlos en responsabilidad alguna cuando el agente del Ministerio Público hiciera las investigaciones correspondientes.

Fueron los vecinos del sector quienes denunciaron los hechos a la policía, luego que los niños tenían tres días en completo abandono pues no había ningún adulto a su cargo.

Además, quien había entrado al lugar y destrozado la puerta de la casa y sacado a los bebés era yo.

Tampoco me hacía gracia alguna describirme en la nota como «héroe» del momento. Eso no.

Había aprendido desde que inicié en el oficio que los periodistas no formamos parte de la información, solo los hechos.

Eso lo sabía muy bien.

El único dato que tenía con certeza, era el domicilio donde ocurrió el hallazgo, luego la hora y los hechos.

Pero eso era suficiente para escribir un buen relato y hacer públicos los estremecedores acontecimientos.

Y así lo escribí, y se publicó en su momento toda la historia completa con abundantes fotografías.

Muchos periodistas protestaron. ¿Quién me había proporcionado la información de manera exclusiva? ¿Por qué solo el periódico donde yo trabajaba, tenía en su poder estremecedoras fotos de la increíble historia?

Cuando me preguntaban, yo solamente sonreía.

Tres días después en horas de la noche, se esforzaron por localizarme de nuevo.

Yo mismo busqué la manera de trasladarme a la jefatura de policía municipal de Apodaca.

La madre de los bebés fue detenida cuando arribaba a la casa ya solitaria, en horas de la tarde.

Yo mismo la entrevisté. La había abandonado, años atrás, su esposo y desde entonces vivía sola, ante la falta de preparación y el no saber algún oficio, principió a ejercer la pr0st1tuc1ón.

Por eso tenía tres bebés de padres desconocidos, clientes ocasionales de sus servicios. Pero como no tenía dinero, ni ingresos fijos se pr0st1tu1a, pero no en Apodaca, sino en las calles del centro de Monterrey, por lo cual le era imposible viajar de ida y regreso en un solo día, así que salía de su casa un día por la tarde y regresaba tres días después cuando había tenido suficientes clientes para regresar con dinero a su casa y alimentar a los pequeños, cuando se acababa el dinero hacía lo mismo, no tenía quien cuidara de los pequeños.

Fueron varios delitos los que se le imputaron. Los tres bebés fueron puestos a disposición del DIF, y nunca regresarían con ella. Estaba totalmente incapacitada para alimentarlos y educarlos debidamente.

Cuando salía de las celdas, luego de hacer la entrevista. Me decía a mí mismo. La madre ya está detenida por irresponsable y arriesgar la vida de los pequeños. Pero… ¿Y el padre de cada uno?…

La otra pregunta que me hacía yo mismo: ¿Por qué pasan estas cosas en la vida? Los factores que propician esas situaciones son muchos. Aun sigo pensando en ellos…

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