EL DIA QUE MILES DE PESOS SE CONVIRTIERON EN CONFETI
Crónicas de un reportero policíaco
Por René Martínez G.
Fue en horas de madrugada…
Una guardia como periodista en el puesto de socorro de la Cruz Roja de Monterrey, a principios de la década de los años ochenta.
Los socorristas aún eran personal voluntario, no cobraban por sus servicios a la institución y tenían muchas obligaciones que cumplir, que iban desde inscribirse al curso que se impartía a los voluntarios y aprobarlo, además de portar el uniforme y calzado negro, hasta las insignias debidas en el uniforme que no eran baratas y calzado negro de vestir. No se les permitía el uso de tenis o calzado deportivo.
Si no portaban el uniforme completo, al presentarse, no se les permitía el poder cumplir con el turno asignado.
Por eso el haber pertenecido o pertenecer a la institución era un privilegio, que aseguraba los mejores lugares en la sociedad, desde conseguir más fácil un empleo, o poder pertenecer a otras instituciones civiles, era una garantía de ser una persona honorable y decorosa.
En el cuarto de descanso destinado a ellos, había algunos camastros y sobre la pared un lema: «seamos todos como hermanos».
Había otras normas no escritas, agredir a alguien en la calle portando el uniforme, era motivo de ser dado de baja, al igual que la comisión de cualquier delito o recibir por un tribunal alguna sentencia condenatoria a tiempo de cárcel.
No cualquiera era chofer o socorrista de la Cruz Roja, se ocupaba una disciplina a toda prueba además de un espíritu de servicio total a la comunidad.
Yo acudía como periodista a tomar reseña y fotos de las acciones de emergencia y ayuda a la comunidad que eran su actividad en aquellos años y se me permitía abordar ambulancias como parte de la tripulación y por supuesto colaborar con sus acciones en todo lo posible.
Esto implicaba auxiliar a cargar las camillas, ayudar con el mapa de la ciudad al chofer para ubicar una dirección a la que era enviada la ambulancia, y muchas otras cosas.
Eso me ganó un lugar entre ellos que me aceptaban totalmente, pues muchos me veían como semejante y hacia todo lo posible por apoyarlos, muchos eran estudiantes, no tenían ingresos propios, otros eran trabajadores con poco sueldo, así que no me importaba de vez en cuando en llegar cargando con dos pollos rostizados para que comiéramos todos o comprar la jarra de café y la bolsa de pan durante la madrugada para todo el personal de la guardia de urgencias
Era una gran convivencia entre todos, sin rencores ni envidias actuando como equipo de ayuda entre nosotros.
Esa madrugada alrededor de las 02:00 horas en la comandancia a cargo de Andrés Castillo, se recibió una llamada de petición de ambulancia en el centro de la ciudad en el cruce de las calles Cuauhtémoc y Padre Mier ya que se había registrado un choque entre automovilistas y había personas lesionadas.
Como chofer de la ambulancia iba un hombre que se había ganado el respeto y afecto de todos: «Rafita» como todos le decían con cariño y quien había sido en su juventud, durante muchos años, socorrista y luego ingresó formalmente como chofer, pero ya con sueldo pues ellos sí tenían salario asignado y como socorrista un joven a quien apodaban «El chupón» por razones que desconozco y que tenía su trabajo como guardia de seguridad y estaba altamente entrenado en defensa personal la cual practicamos en los ratos libres en el patio de la institución, entre otras cosas.
Al llegar, había dos jóvenes lesionados, uno acostado sobre el pavimento que pudimos entender que había alcanzado a bajar de uno de los vehículos mientras que otro estaba de pie pero no podía caminar ya que acusaba mucho dolor en una de sus piernas, señal casi inequívoca que la tenía fracturada y presentaba inmovilidad total.
El socorrista, apodado «El chupón», procedió de inmediato a valorar al joven que yacía inconsciente sobre el pavimento de la calle y pidió mi ayuda para cargar la camilla y subirlo al vehículo de emergencia lo cual hicimos a la mayor brevedad posible.
De inmediato, tras dejar al joven inconsciente dentro de la ambulancia, nos acercamos al otro herido que permanecía de pie recargando su cuerpo sobre uno de los vehículos para poder sostenerse.
Cuando el socorrista se acercó al lesionado, pude ver claramente que el herido le lanzaba un puñetazo al rostro.
Eso me tomó de sorpresa, no lo esperaba, pero el voluntario con un ágil movimiento de cabeza tipo boxeador pudo evadir la agresión, a este golpe siguieron otros, pues el herido seguía lanzando puñetazos al tiempo que gritaba que no lo tocaran.
Yo tomaba fotos de la acción, en silencio, pero ante la repetida agresión y el silencio del socorrista y el chofer atiné a gritarle que se callara y parase de agredir a los voluntarios, que su amigo herido estaba grave e inconsciente en la ambulancia y su actitud agresiva únicamente retardaba que les fuera otorgado el auxilio médico que requerían los dos.
Guardó silencio, dejó de tirar golpes y dirigiéndose a mi persona dijo: «Ayúdame tu».
Con una mano le hice la seña al socorrista y al chofer que se alejaron un poco, le quité el maletín de medicamentos al socorrista y me aproximé al herido.
El golpe en la pierna que recibió durante el choque le había ocasionado quizá la fractura de la pierna derecha o la luxación de la cadera o rodilla, por eso no podía caminar y presentaba dolor.
No presentaba sangrado alguno.
Acerqué la camilla disponible hasta donde estaba parado el herido y a sus propios amigos les pedí que nos ayudaran para que se acostara sobre ella ya que no podía flexionar la pierna herida y eso se hizo.
El joven inconsciente fue llevado al Hospital de Zona del IMSS que estaba cerca, mientras que el herido de la pierna solicitó que lo evaluara un médico para saber si requería hospitalización.
Así se procedió y luego de dejar internado a un lesionado, el chofer dirigió la unidad de emergencia hasta el puesto de la Cruz Roja para que el médico de guardia evaluara sus lesiones y pudiera ser atendido.
Al llegar al interior del puesto de socorro ayudé a los socorristas a llevar la camilla hasta el quirófano del área medida y me dirigí al patio a conversar con el personal de la institución y continuar la guardia.
Fue entonces cuando el médico de guardia llamó por el intercomunicador al personal de socorristas para que se hicieran presentes en el quirófano.
Todos fuimos hacia allá pensando que tal vez el herido se había puesto violento con el personal de enfermería y los médicos y habría que intervenir para ayudarlos.
Pocos pasos antes de llegar fuimos detenidos por el jefe de médicos de la guardia que a señas nos pedía silencio y nos hacía señas para que poco a poco pudiéramos acercarnos.
Luego nos indicó que únicamente observáramos por la ventanilla de la puerta de acceso al quirófano.
Como procedimiento normal para revisar la lesión en la pierna, la enfermera de turno utilizó las tijeras para cortar la ropa que usan clínicamente y empezó a cortar desde la bastilla de abajo el pantalón del joven que por cierto era de tela muy cara de las que estaban de moda en esos años.
Y continuaba haciendo el corte de la prenda de vestir en dirección a la cintura para que el médico pudiera revisar la pierna, solo que al llegar a la altura de la cadera, empezó a batallar por lo que el médico tomó su lugar para hacer más fuerza en las tijeras, que son grandes y afiladas de sobremanera y parecen dos palancas cruzadas en un extremo que termina en tijera y se usan para cortar rápidamente cualquier ropaje y dar atención a una herida.
Hizo fuerza sobre las tijeras que cortaban ya la parte de la cadera repetidamente y varias pequeñas tiras de papel coloreado salieron de entre las ropas y seguían saliendo por lo que siguió aplicando fuerza para continuar con el corte y la repetida acción de las tijeras.
Esta acción había convertido un grueso fajo de billetes de mil pesos, en tiras muy delgadas de papel que parecían ¡confeti!
Nos contuvimos para no reírnos, y salimos al patio del edificio donde se hallaban estacionadas las otras ambulancias.
¡Por eso, el joven, no quería que nadie se le acercara!
Los billetes de mil pesos fueron totalmente destrozados por la acción repetida de las tijeras. Las carcajadas de todos los socorristas de turno resonaron en el patio del edificio durante largo rato.
¡Era tan fácil haber evitado eso!
Bastaba con entregarlo al socorrista y sería guardado en la oficina de la comandancia hasta que fuera dado de alta o algún familiar solicitara el dinero.
Quizá el estado de ebriedad en que se encontraba nublaba su juicio en esos momentos. Ese fue mi pensamiento aquella madrugada.
Cada vez que recordábamos lo ocurrido, nos reíamos un poco. Ni quien de nosotros hubiera pensado nunca en revisarle los bolsillos del pantalón. ¿Para qué? No tenía ningún caso. Cuando recuerdo ese episodio. Aún me da risa.